Amores de Prisa

Por: Alicia Ayala

Instagram. aliciacoopermx. Twitter. @aliciacoopermx

  ​Esa mañana desperté harta de escuchar los mismos pajarillos cantar, lancé enfadada la almohada a la ventana en un intento por callarlos, pero solo logré animarlos a picotearla, como si los malditos supieran lo mucho que me molestan y quisieran hacerme enojar, el sonido del despertador me hizo salir de mi enojo por un momento. Lo único que me animaba a vestirme y salir de mi tibia cama era el hecho de ver a mis amigos en el colegio, más a él que siempre me recibió con una hermosa sonrisa, acompañada de los pequeños hoyuelos en sus mejillas, solía levantarme con ganas de decirle de una vez por todas lo que sentía, pero en cuanto veía su sonrisa me avergonzaba demasiado y prefería fingir que no pasaba nada e inventaba una broma para que nadie se diera cuenta.

Como todos los días al llegar al colegio, nos saludamos con un tierno beso de dos amantes que intentan esconder su amor a los ojos del resto. Aún recuerdo la suavidad de su barba tocando mi mejilla, deseaba siempre, que el tiempo se detuviera para quedarme un poquito más de rato ahí pero el miedo que me daba a que me rechazará me hacía quitarme rápidamente, mi cerebro me hacía pensar algo así como “si te van a rechazar que seas tú la primera en hacerlo y no él”. Después de la precipitación de aquel beso, me acercó a él cómo siempre y me hecho su brazo sobre mi cuello, caminamos hacia la sala de clase, nos sentamos juntos como de costumbre y jugueteamos entre clase y clase hasta la hora del descanso, era mi parte favorita, porque era dónde más contacto teníamos él y yo, nos tomábamos de la mano, nos abrazábamos y reíamos como tontos, cómo dos enamorados más bien, a veces poco nos importaban nuestros otros amigos e incluso llegamos a ignorarlos.

Después de la salida, el universo o no sé qué cosa, estuvo a mi favor, sin siquiera planearlo nos quedamos solos en la parada del autobús, entre risas y platica sin querer o tal vez con alevosía, nuestros rostros quedaron a pocos centímetros. No sé explicar lo emocionada y lo acelerada que estaba en ese momento. El sonido del claxon del bus nos hizo girar la mirada y simplemente tomamos nuestras mochilas y subimos, el trayecto fue silencioso a pesar de las risas y gritos de los otros estudiantes. Debo decir que me invadía un cólera y un miedo al mismo tiempo, por no ser lo suficientemente valiente para besarlo cuando el momento se presentaba. Nos bajamos en la misma parada, por algunos momentos intentamos tomarnos las manos pero siempre que pasaba alguien a nuestro lado nos apartábamos uno del otro y hablábamos de las clases, justo cuándo doblamos en la esquina, una camioneta negra freno repentinamente justo a un costado de nosotros, varios tipos con mascara de payaso se bajaron con arma en mano y nos obligaron a subir al vehículo, una vez arriba nos pusieron sacos negros en la cabeza, nos amarraron con cinchos plásticos las muñecas y nos taparon la boca con cinta industrial, no logro recordar el dolor que me produjo en la piel cuando me la retiraron de un jalón. Cuando por fin se detuvieron, nos bajaron cual vil ganado y nos metieron en una habitación pequeña y oscura, dónde no había cavidad ni para un hilo de luz, nos retiraron los sacos y nos anclaron los cinchos en unos ganchos empotrados en la pared, tal vez pasamos tres días ahí, sin que la puerta se abriera, no podíamos hablar, de vez en vez soltábamos ruidos simulando preguntar un “¿Estás bien?” que los dos entendíamos.

Cuando por fin abrieron la puerta, nos quitaron la cinta de la boca y nos preguntaron nuestros nombres, el miedo nos había dormido la lengua y aún no lo notábamos, hasta que uno de esos hombres nos soltó un par de bofetada y se nos escurrió por la boca sangre con saliva, en ese momento sentí el ardor y el dolor correrme por la cara pero mis ojos y los de él no dejaron correr las lágrimas, por alguna razón no podían brotar, después de unos segundos logramos articular en voz media nuestros nombres con todo y apellidos, después de esto la puerta se volvió a cerrar, cuando finalmente pude recuperar el movimiento de mi mandíbula le dije a él con voz baja: ̶ Tenemos que salir de aquí o no vamos a pasar otro día más vivos. ̶ Él susurro. ̶ Tengo una idea, palanquea con fuerza el cincho hasta que se rompa, pero trata de no hacer ruido.

Nunca imaginé la fuerza que tenía en mis brazos hasta aquel día en el que con tan solo dos movimientos logré romper el cincho, me apresuré a ayudarle a romper el suyo, nos acercamos a la puerta sigilosamente y notamos que se encontraba abierta, observamos por la rendija hacia dónde podíamos deslizarnos y logramos llegar hasta el pasillo que daba al patio trasero de la casa, la desesperación por salir de ahí nos hizo cometer un error, cuando llegamos a la puertecilla que separaba la calle de la casa, él salto sin mayor dificultad pero a mí se me atoraron las agujetas de mis convers verdes, eso convers que siempre fueron mis favoritos hasta ese momento en que los odie rotundamente, en mi desesperación por querer salir de ahí jale con toda mi fuerza mi pierna lo más rápido posible y me lleve un pedazo de madera, enseguida los hombres que nos tenían en cautiverio notaron aquel diminuto ruido en medio de la silenciosa noche y no tardaron en llegar al patio trasero, él me tomo por los brazos y me levanto violentamente mientras me decia: ̶ Tenemos que correr sin mirar atrás.

Mis piernas ardían y picaban de aquella adrenalina y no mire atrás, solo me detuve cuando escuché el estruendoso ruido tan poco conocido para mí, después los recuerdos son borrosos.

​Al abrir los ojos y escuchar los bip en la máquina de un costado de mí cama supe que estaba en un hospital, me levante sobresaltada y  sentí como una mano me tomo por el brazo y me dijo que me tranquilizará que estaba a salvo, volteé a ver de quien se trataba y lo supe rápidamente por su vestimenta azul y la pequeña insignia en su pecho, minutos después me interrogaron con mil cosas, cuándo les conté del ruido que escuché, dije no saber que fue y el oficial con un suspiro me respondió que, aquél era el sonido de un arma cuando es disparada, no pude ocultar el horror que sentí al pensar que, aquél sonido de bala me hubiera hecho perder a aquél por el que siempre me sentí enamorada, cuándo el oficial notó mi mirada perdida no dudo en decir: ̶  Él está bien, la bala te dio a ti.

No sabía de qué hablaba hasta que quise salir de la cama para ir a verlo y pronto descubrí que no tenía control alguno de la mitad de mi cuerpo, es ese momento no supe que hacer, no lloré, no grité, no dije nada, solo me quedé en silencio sentada, el oficial de policía se despidió y me indicó que pasarían mis familiares. Aún no recuerdo nada de aquella escena después de ver al oficial partir, ni siquiera recuerdo los motivos de aquel secuestro o cómo fue que nos encontraron, mi memoria se limita a recordar a partir de verlo a él entrar en mi cuarto de hospital, sin aquella sonrisa que siempre me regalaba, sin aquellos hoyuelos en las mejillas, sus palabras si las recuerdo, todavía resuenan en mi cabeza una y otra vez y no hay día en que me arrepienta en no haberlo detenido, en no haberle callado los labios con un beso, si después de todo, si después de tanto ya no había más miedo que el de no volverlo a ver, pero solo lo miré, le sonreí y le dije que tuviera el mejor viaje de su vida, él solo me miro y me acaricio la mejilla, me tomó la mano por última vez y desapareció detrás de aquella puerta blanca de hospital.


Hoy a mis 84 años he tomado la decisión de escribirle esta carta y dejarla junto a su lapida de piedra negra, por lo menos me queda el consuelo de encontrarlo en otra vida.

“Debí besarte esa tarde en la parada del bus, y dejar que se nos fuera, tal vez así no hubiera habido secuestro alguno, pero si aún la cobardía me ganará, debí besarte en aquel autobús y dejar que se nos pasará esa parada y así nunca hubiéramos estado en esa esquina, pero si todavía me siguiera ganando la cobardía debí besarte cuando desate tus manos de aquel gancho y tal vez me hubiera dado cuenta que mi agujeta estaba suelta y así hubiéramos escapado victoriosos, pero si todavía con todo aquello la cobardía me siguiera amenazando, debí besarte esa tarde en el hospital y debí gritarte que no partieras, que te quedaras a mi lado para toda la vida, que el accidente no cambiaba nada de lo que sentía y siento por ti, y así tal vez está carta no existiría, hubiera mandado a la mierda esta cobardía y no estaría llorando como estúpida a una lápida y un cadáver putrefacto….”

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